Postales de San Carlos

    San Carlos es la capital de un estado que, de no tener el nombre que tiene, me costaría recordarlo. COJEDES. Es de esos estados de los que cuesta aprenderse la capital cuando uno está en segundo grado de primaria. Produce piedra y materiales para la construcción porque ahí lo que sobra es tierra y barro, mucho barro de ese color ladrillo que cuesta sacarle a los zapatos de goma. Un punto pegadito al importante estado Carabobo, mucho después de pasar de los ricos valles de Aragua con sus vallas de “Hecho en socialismo”, que gritan unos logros agrícolas que pocos han visto, pero que dan para siete horas de un Aló, Presidente. En mi memoria, San Carlos no es un lugar: es un calor que empegosta. Las cosas son raras en San Carlos.

Llegué a esa “ciudad” (me cuesta decirle así) a investigar sobre las 12.000 casas prefabricadas que el gobierno venezolano le compró a Uruguay y que, según la mismísima Contraloría General de la República, no se han instalado. O sí: la CGR determinó que se han instalado once (11). Así, sin ceros ni nada más a la derecha. San Carlos, se supone, sería una de las regiones piloto para ese programa de viviendas que negoció el ex gobernador Johnny Yánez Rangel. Esa transacción lo vinculó con el escándalo del maletín de Antonini.

Llegué un miércoles y llovía. San Carlos es un pozo. La más leve lluvia inunda sus calles y el agua alcanza casi el nivel de la acera. El galpón donde se encuentran 600 casas uruguayas almacenadas está en la zona industrial. Será industrial, pero allí lo que hay son vías de tierra. Tierra mojada que se te embarra en los zapatos, tierra en la que te hundes. Salí hecha un asco. El señor que me sirvió de guía en ese pueblo trabaja a destajo. Unas veces para algún diputado local, otras veces reparando, otras más como albañil. En lo que salga. Cuando salimos me sugirió que avanzara más allá en la zona industrial. Más allá lo que había era monte crecido y la nariz de algún edificio bajito que se asomaba a lo lejos. “Eso está todo paralizado”, me dijo. Pero la fotógrafa y yo teníamos poco tiempo para investigar lo de las casas, que fue lo que nos llevó a San Carlos.

Entrevistas, recorridos, visitas a barrios con calles de barro y cloacas desbordadas. Casitas de zinc y palos. Y un calor del carajo. Desde que bajé del carro me quise bañar, pero el hotel me depararía otra sorpresa. Tan poca gente de la redacción ha  pernoctado en San Carlos, que del periódico cuadraron lo primero que encontraron. El Hotel San Carlos. Jamás hagan eso, por favor. Queda entre una bomba de gasolina y una venta de cochino frito. Es un hotel de paso, pero ninguno de nosotros lo sabía. Las paredes son de un azul claro escolar; en los pasillos hay catres y colchones de flores rosadas tirados, rotos. Las paredes de mi habitación eran verde claro y la pintura se abombaba en los bordes. El aire acondicionado servía milagrosamente y el control remoto del televisor te permitía cambiar el canal, pero no subir ni bajar el volumen. Vainas de San Carlos. Al menos el clóset de mi cuarto no decía “Leo y Miguel”, como el de mi compañera fotógrafa. A lo mejor son Leonor y Miguel, quisimos creer. No puse la cara en esas sábanas. En la noche dormí poco. Escuché camioneros, gente que entraba y salía, carros que se encendían. Asqueroso hotel de paso.

Igual la oferta hotelera es poca. El alcalde de San Carlos, José Moncada, nos preguntó dónde nos habíamos quedado. “¿Quééééé? ¡Si eso es un matadero!”. Sí, nos dimos cuenta, señor alcalde. “Es que aquí no hay hoteles. El único más o menos aceptable está en la entrada de San Carlos (a unos 15 minutos). Entre los planes está atraer inversión para ese sector”. Y quién carajo se va a querer quedar en San Carlos, pensé. Allí hay poco que hacer. El alcalde cree que es la única capital del país en la que no hay salas de cine. La cinemateca que está diagonal a la Consejo Legislativo tiene una selección escasa y no muy comercial. Cinemateca al fin. Eso cuando no la usa el PSUV para alguna reunión o acto. Una funcionaria –más o menos de mi edad– nos contó que para ir al cine hay que rodar 40 minutos hasta Guanare o agarrar carretera para Tinaquillo.

El autódromo de San Carlos es grande y desde lejos luce bien cuidado. Pero no está abierto, no hay actividad desde hace tiempo. La villa deportiva inaugurada en 2003 está descuidada, dicen autoridades regionales. Lo que sí funciona es el conjunto residencial que construyeron los iraníes. Tiene escuela, liceo. Hay gente de Caracas que se mudó para San Carlos. Aunque allí no hay cine ni mucho qué hacer. Hay menos malandros, eso sí.

En San Carlos también me tomé mis primeras fotos como modelo. Resulta que el corte de cabello irregular (por no decir emo) que tengo ahorita le gustó a la recepcionista de la Contraloría del estado Cojedes. Se me acercó, me acarició un mechón. Estaba maravillada. ¿Qué le pasa a esta señora? “Ay, mi hija quiere hacerse un corte así. ¿Dónde te lo cortaste?”. En Caracas. “Déjame tomarte unas fotos. Así, levanta la cara. Ahora de espalda”. ¿En qué mundo paralelo queda San Carlos? Así fui modelo por primera vez en mi vida. En San Carlos hay una adolescente que quiere mi corte de cabello.

Por favor, no se pierdan las fotos en el próximo post…

Nota: Estoy demasiado acostumbrada a Caracas, aunque amo salir de viaje a reportear al interior. Olvidamos mirar a las regiones. Por eso pasan por allá gobernantes como Yánez Rangel, que tiene cuentas pendientes con la Contraloría y nosotros bien, gracias. Yo quiero contar esas historias. Ojalá pueda.

1 comentario

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Una respuesta a “Postales de San Carlos

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