Archivo de la etiqueta: Caracas

Mi día de muertos

Un día vi un muerto, aún tibio, a pocas cuadras de mi casa en Caracas. Era un ladrón que acababa de atracar en la panadería, pero el dueño también estaba armado, lo persiguió y lo mató. Apenas recorrió media cuadra. Después de ese episodio la panadería cerró. En Venezuela todos los días deberían ser día de muertos, si nos atenemos a las estadísticas que indican que cada 30 minutos muere alguien de manera violenta. Vengo de un valle de muertos de miedo. Por eso ver las flores, las ofrendas, el amarillo y naranja, la música para celebrar el fin de la vida contrasta con el miedo que infunde la violencia. Se supone que en el altar de ofrendas pones lo que le gustaba al muerto. A Octavio Paz y a Gabriel García Márquez, en un altar compartido en una tienda de San Ángel, le pusieron tabacos, aguardiente y libros. En otro de un centro de verificación de autos pusieron frutas y dulces. Pan de muerto (un pan dulce con un saborcito a mantequilla en el fondo) y chocolate caliente también se les ofrece a los que han pasado a mejor vida. Los mariachis deambulan por los cementerios repletos de gente para vender sus canciones a los que hacen picnic en la tumba de sus muertos. La Catrina del caricaturista José Guadalupe Posada se enseñorea con su sonrisa desnuda de casas y comercios. La diseñan incluso en recortes de papel crepé. En el centro, ya a oscuras, jóvenes, adultos y niños se pasean disfrazados de calaveras, dráculas, zombies, diablos. Se parece a aquellos carnavales en los que los caraqueños caminaban por Sabana Grande. Los muertos vienen por un rato a este plano a compartir con «los vivos», cuenta la tradición indígena. Se supone que siempre estamos compartiendo en ambos planos, mundo e inframundo hacen sus intercambios. «El mexicano frecuenta a la muerte, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor permanente», escribió Paz en El Laberinto de la Soledad. Los caraqueños también acariciamos la muerte, casi siempre fría como el cañón de una pistola.

El camino al altar de Octavio Paz y El Gabo.

El camino al altar de Octavio Paz y El Gabo.

Un altar para Octavio Paz y el Gabo en una tienda de artesanías de San Ángel.

Un altar para Octavio Paz y el Gabo en una tienda de artesanías de San Ángel.

Libros, tabacos y aguardiente eran las ofrendas para el Gabo y Paz.

Libros, tabacos y aguardiente eran las ofrendas para el Gabo y Paz.

Detalle del altar de Gabo y Octavio Paz

Detalle del altar de Gabo y Octavio Paz

Sábado, en la explanada del Palacio de Bellas Artes.

Sábado en la explanada del Palacio de Bellas Artes.

Un altar en una tienda de San Ángel

Un altar en una tienda de San Ángel

Un altar .en el palacio

Un altar en el palacio.

Altar en un centro de verificación de autos.

Altar en un centro de verificación de autos.

Deja un comentario

Archivado bajo méxico, ojos extraños, Venezuela

Hasta que Caracas me pegó

No puedes comparar la relación con tu ciudad con la que se tiene con un novio violento porque viene ella y de verdad te pega. Se venga de tus símiles, de tus maldiciones ocasionales, de tu desconfianza natural hacia ella. Caracas me pegó la noche del viernes pasado. Iba por una esquina de La Candelaria, se soltó un cable de un poste y me dio en la cara. Logré atajarlo y el golpe en la mejilla no fue tan duro. «Ay, mija, esos son cables de teléfono que se están cayendo», me gritó un vecino. Menos mal que no era de electricidad… Ya sabemos que Caracas muerde, como dice el escritor Héctor Torres. Ahora comprobé que Caracas también te pega. Que, harapienta, se te cae encima.

Deja un comentario

Archivado bajo Caracas, Venezuela

Balazos a distancia

Es desesperante escribir una nota sobre un tema de una realidad que te es ajena, que no te mueve el piso, mientras te enteras por las redes sociales que tu ciudad está colapsada y aterida, bajo una lluvia de balas que viene de adentro y fuera del penal de La Planta. Desde afuera da más miedo. Enclavado en el oeste de Caracas, al lado de la autopista y en medio de un montón de edificios de la clase-media-venida-al-subsuelo, el retén (que como todos los que están en Venezuela es una bomba de tiempo) estalló en violencia. Balas fueron y vinieron de parte de presos y guardias nacionales, en el segundo gran motín carcelario en menos de un año, después del capítulo de El Rodeo. Ambos episodios dejaron vecinos muertos por balas perdidas.

Los reportes de mis compañeros de El Nacional señalan que los balazos esta vez llegaron hasta el Palacio de Justicia y la esquina Ferrenquín de La Candelaria (que queda lejos de la cárcel). Durante un fin de semana de junio del año pasado estuve en el barrio frente a El Rodeo, con el fotógrafo Raúl Romero, en una cobertura que nos obligó a escondernos en casas para resguardarnos de las balas (que intercambiaban presos y guardias), aunque el Gobierno insistía en decir que ahí todo estaba en calma. Esta vez no era yo la que estaba con la adrenalina a mil tratando de cubrir la noticia. Estoy a un mar de distancia, con mis afectos en esa Caracas de pánico (a la que extraño y quiero tanto, aunque cada día me reste motivos). Afectos que seguramente pasan a menudo por la esquina Ferrenquín, otros que estaban en las afueras de La Planta, trabajando, reporteando. Da más miedo verte, Caracas, desde la distancia; no ser, por ahora, una más de tus rehenes.

Actualización: Al cierre de la semana pasada un tiroteo en la estación de Metro de Chacao dejó un muerto. Rompió también la burbuja que muchos caraqueños se habían creado en Chacao, ese espacio donde muchos creíamos que estábamos un poquito más seguros. Pero el hampa tiene brazos largos, inabarcables.

2 comentarios

Archivado bajo Caracas, Identidad, Opinión, Pasa en Caracas, Periodismo, Venezuela

Chávez en un vagón

Me monté a eso de las seis de la tarde en el Metro y me tocó uno de los nuevos trenes. En Chacaíto se montó una señora con su hija, que tenía unos cinco años de edad. La mujer venía con una bolsa de yute en las manos. Unas chanclas marrones le dejaban al descubierto los pies ennegrecidos. Tenía la falda sucia. La niña también tenía los zapatos desvencijados y la camisa, que alguna vez fue blanca, esta curtida como si se hubiera robado una base en el asfalto de la avenida Baralt. Gritaban y mostraban su emoción por el nuevo vagón, con sus luces blancas y sus tubos en el medio del pasillo. «¿Estos los trajo Chávez, verdad?», me preguntó la señora, con una sonrisa a la que le faltaban piezas. Asentí con la cabeza. Y me aparté cuando la niña comenzó a treparse por el tubo del que yo venía agarrada, como si fuera una mata de mango. Luego perdió el interés en subir el tubo del apretujado vagón y comenzó a levantar los piecitos en marcha acompasada y cantaba: «Un, dos, tres. Batallón, batallón». Esa canción y esa marcha no son del repertorio infantil venezolano, quién sabe dónde la habrá visto esa morena inquieta y de ojos color miel. Estábamos llegando a Colegio de Ingenieros y la mamá le anunció que dejara de jugar, que ahí se bajaban. «Tú no vas a cenar, tú ya comiste», dijo la mamá. «No, yo tengo hambre», le respondió la niña y se le colgó de un brazo. Se abrió la puerta del vagón. «¡Chao, Cháveeeeeez!». La niña movió su manita derecha y se despidió así del nuevo vagón del Metro.

1 comentario

Archivado bajo Caracas, Ciudad, Pasa en Caracas, Pasa en la revolución, Venezuela

Lisbeth Salander da clases en Caracas

El aviso de Lisbeth Salander en Los Palos Grandes. Foto: Oscar Medina

Este aviso de Lisbeth Salander, la heroína creada por el sueco Stieg Larsson en la serie Millenium, que ofrece clases de computación para personas mayores en Los Palos Grandes, al este de Caracas, llamó la atención de dos colegas. Había que llamar a esta versión criolla de la hacker delgada, de aspecto dark –medio punketa, medio gótica–, tatuada y perforada, de mirada fría, ambivalente sexual e implacable investigadora.
Dejó dos teléfonos, uno local y otro celular. La llamé al primero. Me atendió una señora, quizás la mamá. Primera diferencia: la Salander criolla vive con una persona mayor; su mamá no debe estar en un psiquiátrico. “Ah, ¿Lisbeth?” (Juraría que dibujó una sonrisita de medio lado). Me dijo que Lisbeth acababa de salir a una clase, que la llamara después de las 9 de la noche.
Al día siguiente la llamé a su celular. Me atendió una voz con tumbao caraqueño de muchacha en sus primeros veinte. Le dije que mi mamá no sabía nada de nada de computadoras, que quería información sobre las clases para ella.
–Voy a domicilio. Cobro 80 bolívares la hora (¡!). Necesito que en la casa tenga una computadora con Internet funcionando. Debe llamarme un día antes para cuadrar en la agenda.
–¿Y cómo es su metodología?
–Voy a empezar por lo mas básico y lo que le interesa. La va a motivar crear un email para que se comunique con amigos, familiares… Eso la va a motivar a querer aprender abriendo un correo, aprendiendo a mandar mensajes, a leerlos, a recibirlos. Dependerá de sus intereses; también puedo enseñarle a usar Word. Es muy amplio.
– Pero mi mamá le tiene miedo a las computadoras…
–Todos empiezan con miedo, a la segunda clase se lo pierden. Tengo como 50 personas grandes a las que les doy clase. Unos aprenden rápido, otros lento. Es común que se les olvide y hay que anotar paso por paso para que practiquen. Voy a domicilio a la casa. Si no puede hacerlo, vamos a un ciber por los Palos Grandes.
(No aguantaba más, quería soltar la carcajada…)
–¿Lisbeth, y usted es sueca?
–¿Sueca? No…
–Lo digo por el apellido…
–(…)
–¿Por qué te pusiste el nombre de la protagonista del libro?
–Ah, ¿usted leyó la novela? Ja ja ja. Ese es mi nombre artístico. Yo me llamo XXX. Me puse Lisbeth Salander porque mucha gente me conoce por Los Palos Grandes. Es mi nombre de profesora. (Comprendió que todo era una broma). Bueno, gracias.
Colgó en medio de risas.

Tal vez la muchacha sí tiene algo de la Salander: le gusta el peligro. ¿Quién da clases a domicilio en Caracas, la segunda ciudad más peligrosa de América Latina? ¿A qué casas llegará, con qué tipo de gente? Esto no es Suecia. Hay que ser arriesgado para eso, después de todo.

2 comentarios

Archivado bajo Caracas, lecturas, libros, Pasa en Caracas

Me vengué de Caracas

Para mí salir de viaje es estar en libertad condicional. Hace unos días estuve en Lima, la capital peruana. Y me sentí infiel de un modo muy raro. Caminé sola, de noche, atravesé parques, pasé de un café a otro, de un bar a otro. Me encanté con la catedral de una ciudad que fue un virreinato (no una pinche capitanía general, nueva rica gracias al petróleo). Me sentí infiel por acariciar con ímpetu inusitado unas aceras que no son las mías, unas a las que yo me entregué. Y cuando más me gustaba salir era en la noche, cual amante, porque Caracas a mí no me deja disfrutar la oscuridad. El problema es que en Lima la noche no tiene estrellas. Fui a la Rosa Náutica, un restaurante anclado en un muelle desde el que se ve el puerto de El Callao y se pueden escuchar las olas del Pacífico. Salí a ver la playa. Acto reflejo: miré al cielo. Una pizarra gris. ¿Aquí nunca hay estrellas?, le pregunté a la vendedora de una tienda de artesanías a la salida del restaurante. «No, acá siempre es así, señorita», respondió con vocecita gentil. Cómo puede vivir la gente sin ver las estrellas, pensé.

Aunque sin estrellas, las noches de abril en Lima son frías y acogedoras, si es que esos dos adjetivos pueden juntarse alguna vez. Mi suéter, mi bufanda, mis zapatos de goma y mis ganas de no tener miedo, de caminar, de andar cuadras enteras sin preocuparme porque cualquier empistolado me va a salir de la nada. Es América Latina, lo sé, debía preocuparme aunque fuera un poquito, lo sé. Más allá del cuasi tic nervioso de mirar cada 2 por 3 a los lados, me sentí confiada. Caminaba sin haber marcado un punto en el mapa, sin saber a dónde estaba yendo, buscando un local salsero, quizás; tal vez sólo viendo qué café me parecía más bonito para comer (daba igual, en cualquier parte comes delicioso en Lima) o qué banco de los muchos parques que hay en esa ciudad me parecía más cómodo para sentarme a ver la gente pasar. Hay bastante vida en Lima un lunes a medianoche. En Caracas, en cambio, las calles comienzan a vaciarse a eso de las ocho.

Estaba feliz, pero era un gozo culpable, quizás el gozo de la venganza, que es agridulce. Sentí que me estaba vengando de Caracas, del confinamiento al que me condena, de sus motorizados roba celulares, de sus armas, de sus balas, de sus cortes de luz, de sus retrasos en el Metro, de sus alcabalas de la PM, de su polarización sin sentido, de la furia contenida en sus más de dos millones de habitantes. Serle infiel a Caracas, sentirme tan a gusto en otra parte, fue como serle infiel a un novio maltratador. Porque esta ciudad me maltrata, pero tiene un cielo lapislázuli buena parte del año y un cerro que se enseñorea del paisaje. Además, de noche tiene estrellas. Aún las tiene.

8 comentarios

Archivado bajo Caracas, Ciudad, Viajes

Verde mutilado

El sábado los Bomberos de Caracas cortaron los árboles que están en las cuadras que bajan de la plaza Candelaria hacia Parque Carabobo, en el centro de la ciudad.

Recuerdo que antes me apresuraba a pasar a los buhoneros frente a la plaza para guarecerme del sol que por estos lados poco perdona. Pero llegaron los bomberos -esto lleva como dos años- y cortaron todas las ramas de los árboles de esa vía. Los veo ahí, desnudos y exhibiendo sus muñones. Algunas ramitas verdes, persistentes, intentan resurgir pese a la mutilación.

Las razones que me dio un bombero son válidas, pero discutibles: «Esas ramas son peligrosas porque se pueden caer con una lluvia». Bien, pero me pregunto si hay necesidad de cortarlos por completo.

El año pasado, en medio de una amputación citadina similar, le escribí por Twitter al alcalde Jorge Rodríguez para preguntarle por qué lo hacían. Me respondió algo así como que los árboles tenían un hongo y era una jornada de saneamiento. Con hongos o sin ellos, daban sombra y fresco. Quizá algún biólogo o botánico pudo haberlos curado.

Me entristecí cuando vi que ayer nuevamente los bomberos cortaban los árboles de esta zona. Hoy en la mañana vi que la tala dejó tierra, nubes de polvo y hojas regadas e hice las fotos que acompañan este post. Ojalá que dejen de mutilarle el poco verde que le queda al centro de Caracas. Que dejen de amputarle una de las pocas cosas que nos alegran de esta ciudad

.

Deja un comentario

Archivado bajo Caracas, Ciudad

El reguetonero intergaláctico (de la avenida Urdaneta)

“¡Ahí está Daddy Yankee!”. El colector del autobús sacó medio cuerpo por la ventanilla del copiloto en la avenida Urdaneta, a la altura del puente de las Fuerzas Armadas y gritó que el reguetonero estaba allí. Le bajó volumen a la salsa erótica para dejar entrar al artista. Veinteañero, delgado, no muy alto… sí, vale, tiene un aire al de la “Gasolina”. Lentes oscuros que le tapaban casi toda la cara, una camisa blanca con flores de lentejuelas y canutillos, una cadena de plata gruesa y un desafine que se presagiaba desde que los pasajeros escuchamos el “buenas tardes señoras y señores”. Pero él no iba a pedir plata así por así, iba a cantar. Le dio un CD al autobusero y empezó a sonar la típica pista de reguetón, con ese bajo bien acentuado. “El intergaláctiiiicooooo”. Ese es su nombre artístico. “Ailigal récooooords”. Ese es su sello disquero (Illegal records, en inglés). Cantó una letra de amor que acababa de componer; eso dijo. Iba de una chama que lo dejó por otro y ahora venía a pedirle perdón. Él, que tiene dignidad, la rechaza en la canción. Y el coro terminaba así: “quién va a apretar ahora el botón/ para borrar la pregunta”. Esperaba que inmediatamente hubiese un cambio en la música (tum-ku-tum-ku-tum, perreo,pues) para que él hiciese la pregunta. Pero la pregunta nunca llegó. ¿Cuál pregunta quiere borrar este pana con un botón? La botó, le dijo que era una mentirosa, que él sabía que ella estaba llena de culpas. Todo rimaba. Pero cuál era la bendita pregunta que el coro te deja esperando. Ni siquiera la dejó para el desenlace. Pidió plata “porque esto me cuesta masterizarlo”. Saqué unas monedas y le pedí que se acercara. (Puras ganas mías de fastidiar).

–Chamo, no me quedó claro cuál era la pregunta que se borraba con el botón.

–Bueno, que ella me dejó por irse con el otro y ahora quiere volver.

–Ajá, pero eso es una afirmación, no una pregunta.

–Bueno, que yo le digo que no…

 Dejémoslo así.

 Ese es nuestro Daddy Yankee, que canta en la línea de autobuses La Pastora – Petare. Puede que pegue.

Deja un comentario

Archivado bajo Ciudad, En un autobús, Pasa en Caracas